Mi viejo nació un primero de septiembre, en el año mil novecientos cincuenta y ocho. Si sumás todos esos números, te da treinta y tres. El treinta y tres es un número maestro, no lo simplificamos a un solo dígito. La misión del número treinta y tres está relacionada con el amor universal, el servicio desinteresado, la compasión y la guía. Es un misión bastante particular y compleja de abordar con los tiempos que corren, y ni hablar de los últimos sesenta y seis años.
Mi viejo las vivió todas: guerras, dictaduras, desarraigos, abusos, divorcios, bancarrotas, adicciones, enfermedades… como también vivió arte, amores, culturas, disfrute, amistades, viajes, salud, y sobre todas las cosas, mi viejo vivió libertad.
Todos los seres que se lo cruzaron, sintieron a flor de piel su empatía, sabiduría y ferocidad. El se autodenominó “un viejo lobo de mar”, y solo los que conocimos a uno podemos entender a que se refería.
Mi relación con mi viejo siempre fue complicada, el espejo que habitó fue difícil de afrontar, pero mentiría si no dijera que lo que predomino siempre fue el amor; y no cualquier amor: el amor desapegado. Mi viejo me demostró amor con abrazos, con palabras, con lágrimas, con risas, con viajes al extranjero, y también juntando monedas para tomarse el bondi y visitarme a la salida del colegio.
Mi viejo me dio mundo, me dio fe, me dio dolor, me dio rabia; mi viejo me dio vida.
Mi viejo me dio honestidad cruda en un mundo repleto de mandatos sin sentido, de títeres y caretas.
Mi viejo me enseñó muchísimo de la vida desde la habitación de una pensión, y desde una casa enorme con jardín también.
Mi viejo encarnó su misión como le fue posible, fue esclavo de la materia durante toda su vida, pero sobre todo los últimos 5 años dónde su cuerpo se convirtió en jaula. Siempre supo que la decisión de ser libre nuevamente era de el, y a mi me explota el corazón de amor saber que lo entendió: mi viejo finalmente soltó.
Creo que siempre quedan ganas de cosas por hacer cuando alguien desencarna, pero son pocas las personas que pueden genuinamente sentir que no se guardan nada. Y con mi viejo, yo me siento así. A mi viejo le devolví la misma honestidad que me regaló. A mi viejo le compartí siempre todo lo que sentí. No quedan cosas inconclusas ni mucho menos palabras mudas. El amor, el orgullo y la gratitud fueron siempre mutuos y se gritaron a todo pulmón.
Yo siento que su misión estaba ahí: a mí me brindo amor, servicio, compasión y guía. Su misión fue siempre ser mi fan número uno, y lo aplaudo de pie por conseguirlo. Mi vida es tantísimo más hermosa, rica y genuina por haber sido su hija. Mi vida hoy está inundada de gratitud, porque se que él está en paz.
Y hoy le hablo al viento, que él se lo hace llegar:
“El amor no tiene fin pa, vivís por siempre en tu hi.”